LA MEMORIA DE LOS CENTROS

¿Qué eran los CACT antes de ser los CACT?

La mayoría de los espacios estaban señalados desde el siglo XIX, pero en varios casos su estado de conservación era bastante deficiente antes de la intervención de Manrique

Mario Ferrer 0 COMENTARIOS 16/05/2021 - 09:02

A finales del siglo XIX se incrementó la corriente de escritores, naturalistas o viajeros europeos que pasaban por Canarias con curiosidad por conocer mejor el Archipiélago. Un hito destacado en esta progresiva tendencia fue la obra de Olivia Stone, una escritora inglesa que publicó en 1887 una pionera e influyente guía de viajes titulada Tenerife y sus seis satélites.

Stone visitó también Lanzarote en 1884, isla por la que admitió sentir una especial atracción y de la que ofrecía datos prácticos sobre el hospedaje o el transporte, además de amplios párrafos dedicados a aspectos relacionados con la historia, la economía o la etnografía de la sociedad de la Isla. En su periplo por Lanzarote, “isla de curiosidades” en sus propias palabras, Stone afirmó que los “verdaderos lugares de interés son numerosos”, describiendo muchos aspectos del paisaje insular.

Así, Stone señaló varios de los enclaves que luego se convertirán en los CACT. La escritora habló, por ejemplo, del molino de Guatiza que hoy es el protagonista del Jardín de Cactus (“molino del tipo de Don Quijote”); se detuvo en la descripción de la Cueva de los Verdes, añadiendo datos y fotografías; comentó la impresionante vista del Archipiélago Chinijo desde lo alto del Risco, donde ahora está el Mirador del Río (“Muy pocas veces he visto algo más bello que estas escapadas rocas grises, rojas y marrones vestidas de azul”); y se explayó en Timanfaya, relatando un paseo que, como en el resto de la Isla, había sido a lomos de camello o burro.

Olivia Stone no fue la primera en citar estos espacios, de hecho nombraba sitios a los que se solía llevar a los visitantes ilustres desde tiempo antes, o que por distintos motivos llamaban la atención a los extranjeros. Lo curioso del caso de Stone es que estuvo asesorada por Antonio María Manrique, gran intelectual de la época y tío abuelo del que luego sería el gran artífice de los CACT: César Manrique Cabrera. El propio Antonio María Manrique fue un adelantado a la hora de hablar de las posibilidades turísticas de Lanzarote en pleno siglo XIX.


Molino de Guatiza en 1952. Cedida por Antonio Lorenzo a Memoria de Lanzarote.

Espacios poco cuidados

La población local no frecuentaba espacios como Timanfaya o la Cueva de los Verdes por su falta de utilidad práctica, incluso su imagen tradicional era negativa. En un mundo agropecuario, el terreno de puro volcán no tenía interés. El destacado escritor lanzaroteño Benito Pérez Armas, (1871-1937) describía Timanfaya de la siguiente manera en su relato Gurfín: “Quien no haya visto aquel inmenso páramo de lava salvaje, feroz, truculenta, no puede tener idea de los horrores de un paisaje donde todo es de color de ala de cuervo y jamás ha nacido una flor. Al encontrarse frente a tal panorama se crispan los nervios como ante los bordes de un abismo. Aquello es la Naturaleza muerta y vestida de luto. El que tenga corazón de artista pasa por aquellos lugares silencioso, triste (...)”.

Pero, poco a poco una élite local se iba haciendo consciente de que había ciertos espacios que ejercían una gran atracción para científicos o visitantes que pasaban por la Isla. Con el primer turismo, casi siempre de carácter sanitario, dando sus primeros pasos en Gran Canaria y Tenerife a finales del siglo XIX, Lanzarote comenzaba a mirarse a sí misma con la idea de encontrar atractivos con los que atraer visitantes. A principios del siglo XX aparecieron postales o revistas especializadas como Canarias Turista o la mismísima National Geographic, las cuales venían a hacer reportajes sobre la Isla. Incluso en los años treinta del siglo XX se publicaron una serie de pequeños folletos turísticos escritos por Casto Martínez sobre lugares como las Montañas del Fuego o los Jameos del Agua.

La imagen tradicional del volcán era negativa por su falta de utilidad

No obstante, el estado de conservación de la mayoría de los espacios que con Manrique se convirtieron en CACT era descuidado, en los mejores casos, o malo, en los peores. Ni el Cabildo, ni los Ayuntamientos, ni las administraciones regionales o estatales tenían conciencia para arbitrar medidas de protección a mediados del siglo XX.

Dos lugares especialmente perjudicados eran el Castillo de San José y la rofera de Guatiza con su molino, futuras sedes del MIAC y el Jardín de Cactus, ya que estaban sin uso y abandonados, con sus estructuras deteriorándose poco a poco. La pionera asociación de Amigos de los Castillos había pedido la transformación del Castillo en museo sin éxito, mientras la rofera era un espacio fantasmal donde incluso se depositaba basura.

Hay que tener en cuenta que por esa época otros destacadísimos monumentos históricos insulares como la Gran Mareta de Teguise o el Quiosco de la Música de Arrecife fueron destruidos, así como muchas muestras de arquitectura tradicional o restos arqueológicos.

A pesar de ser grutas subterráneas, la Cueva de los Verdes o los Jameos del Agua ya eran frecuentadas con asiduidad para realizar asaderos o pequeñas meriendas familiares o entre amigos, con lo cual su estado de conservación dependía del civismo de los asistentes. Hay numerosos testimonios de excursionistas que se encontraron estos parajes sucios.

Igual que la asociación de Amigos de los Castillos, una serie de figuras locales y regionales relacionadas con la arqueología y la espeleología le pidieron al Cabildo desde los años 50 que protegiera estos enclaves por sus valores históricos. De hecho, la insistencia del escritor e investigador Agustín de la Hoz fue uno de los acicates que llevó a la creación el primer CACT: la Cueva de los Verdes.

Otros espacios ya tenían una utilidad muy diferente a la que luego tendría como CACT, como en el caso del futuro Mirador del Río, que era un puesto defensivo de artillería, por lo que se tuvo que negociar largamente su cesión con las autoridades militares. La Peña de Tajaste y sus aledaños, donde se ubicó el Monumento de la Fecundidad, eran usados para fines agrícolas, como los terrenos de alrededor. En el caso de la Casa Museo del Campesino se barajaron varias localizaciones, pero finalmente se escogió la Peña de Tajaste, en gran medida por su ubicación estratégica y simbólica entre las dos zonas de cultivo más emblemáticas: El Jable y La Geria.

Timanfaya, sin embargo, ya empezaba a tener un uso turístico. Desde los años cincuenta se empezaron a realizar pequeñas rutas en camello para los escasos viajeros del momento y poco después se habilitó un pequeño merendero. El riesgo de Timanfaya, y en realidad de gran parte de los espacios emblemáticos de la Isla, era que su visita no estaba nada regulada y su éxito podría llevar a su propia degradación. Ante el peligro de que se iniciaran visitas masivas y descontroladas las autoridades nacionales decidieron protegerlo elevándolo a la categoría de Parque Nacional, mientras el Cabildo actuó de la mano de Manrique.


Familia en el merendero de Montañas del Fuego, 1965. Cedida por Micaela Rosa.

Otra mirada al paisaje

Existe cierta tendencia a creer que Manrique descubrió los espacios donde se ubicaron los CACT. Sin embargo, esos lugares ya estaban más que marcados en la ruta para dar a conocer a la Isla. La construcción del imaginario turístico hacía ya tiempo que había comenzado, mediante un proceso en el que poco a poco determinados símbolos o espacios de la Isla se fueron señalando, en textos o fotografías, por su interés científico, histórico o estético.

Manrique transformó la percepción colectiva de estos enclaves

Con Manrique y Ramírez ese fenómeno pasó de una fase muy embrionaria a un acelerón enorme. El artista no descubrió sitios como Jameos, el Castillo de San José o la Peñas de Tajaste, en realidad, hizo algo más difícil: transformar por completo la percepción colectiva de estos enclaves. A través de distintas disciplinas artísticas, Manrique logró que la población los viera de otra manera.

En ninguna otra isla de Canarias ocurrió algo parecido a los CACT. Fue un fenómeno singular, producto de unas condiciones históricas muy específicas. Otros espacios insulares se quedaron fuera, a pesar de estar también señalados desde el siglo XIX: salinas de Janubio o Naos, El Golfo, Zonzamas, la marina de Arrecife, etcétera.

Sea como fuera, la intervención del artista y del Cabildo a partir de 1964 no solo tuvo consecuencias estéticas, culturales u económicas, sino que sus repercusiones fueron tan amplias que afectaron a la propia identidad de la sociedad lanzaroteña. Al mismo tiempo que los CACT demostraban ser una apuesta exitosa por la diversificación económica y la creación de empleos, la población local comenzó a ver con nuevos y orgullosos ojos el paisaje insular. El filósofo de la Ilustración David Hume ya lo había dicho siglos antes: “la belleza de los objetos reside en la mente de quien los observa”.

UN MULTIUSOS LLAMADO TOÑÍN RAMOS


Foto: Adriel Perdomo.

Antonio Ramos Díaz dedicó 50 años de labor profesional a los CACT, desde 1968 a 2018. Comenzó en la época heroica, cuando se estaban fraguando los Centros y los trabajadores no tenían “ni reloj, ni almanaque”, como él mismo afirma. Jornadas de trabajo larguísimas, pero imbuidas en un “entusiasmo tremendo y con gran espíritu de equipo”. Se inició como electricista, para luego pasar por cargos de todo tipo: pinchadiscos, jefe de mantenimiento, gerente de eventos o responsable de conservación. Para Toñín los CACT han sido una escuela tremenda, y sus trabajadores “deben saber que son espacios únicos y que allí están representando lo mejor del prestigio de Lanzarote”.

Toñín destila mil y una anécdotas de Luis Morales, Jesús Soto, Antonio Álvarez y todos los históricos. De José Ramírez recuerda, por ejemplo, cómo en las famosas reuniones de trabajo de los sábados, pagaba de su bolsillo lo que se consumía en los Jameos, aunque fuera el mismísimo presidente del Cabildo. De César cuenta su impresión cuando lo conoció: “Era un terremoto, pura energía. Diseñaba, daba indicaciones, veía lo que nadie veía, pero al mismo tiempo era uno más con el resto de los trabajadores. Yo le decía ‘don César’ y él me respondía ‘don Toñín’”.

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