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COVID, el otro calvario de los cuidadores y enfermos de alzhéimer

Los pacientes de Fuerteventura han perdido movilidad y capacidad cognitiva y las familias se han visto expuestas a un desgaste psicológico durante el confinamiento

Vladimir García y su padre, José. Fotos: Carlos de Saá.
Eloy Vera 0 COMENTARIOS 23/03/2021 - 07:28

La pandemia por la COVID-19 ha convertido en más vulnerables y ha empeorado la salud de las personas con alzhéimer. Enfermos y cuidadores han vivido un calvario durante el confinamiento. Los primeros al ver cómo, de un día para otro, desaparecieron las rutinas y se tuvieron que quedar sin los paseos diarios, las visitas a los centros de mayores o los abrazos de su familia. Los segundos se han visto desbordados con los cuidados las 24 horas del día, mientras veían cómo la capacidad cognitiva y la movilidad de sus seres queridos iba menguando.

La pandemia y la falta de contacto social han pasado factura a las personas con alzhéimer, alertan las asociaciones encargadas de velar por este colectivo. Pino, de 88 años, no entendía por qué no podían ir a verla sus nietos. Tras relajarse las medidas de confinamiento, acuden y la ven desde la puerta, alejados. Ahora, no entiende la causa por la que no la pueden besar ni abrazar. “Le ha entristecido no poder ver a sus nietos. Han dejado de venir tanto a casa y ella ve que algo pasa, pero por mucho que le explique que hay un bichito, ella no sabe lo que es”, cuenta su hija Dori Fabelo.

La psicóloga de la Asociación de Fuerteventura de Familiares de Personas con Alzhéimer y otras demencias (AFFA), Yaiza Cabrera, explica cómo el sentimiento de soledad, que ya de por sí arrastran las personas mayores, se ha acentuado durante la pandemia. “Se han sentido mucho más solas. Ellos no entienden lo que supone ver a la familia a través de la tecnología”, señala la profesional.

Los que acudían a los centros de mayores también se han visto privados de poder estar con sus compañeros, con los que compartían las mismas patologías, dolencias y rutinas. “Los que están cognitivamente más o menos bien han sentido aún más esa soledad”, apunta Cabrera.

En España, una de cada seis personas mayores de 65 años (un 16,7 por ciento) y casi un tercio de los mayores de 85 (un 27,7 por ciento) padecen alzhéimer, una enfermedad neurológica de la que nuestro país tiene una de las mayores tasas, con alrededor de 800.000 personas diagnosticadas. La Fundación Alzhéimer España advirtió el pasado 21 de septiembre, coincidiendo con el día internacional de la enfermedad, cómo este colectivo se encuentra entre la población con mayor vulnerabilidad frente a la COVID-19.

En 2008, Pino fue diagnosticada con deterioros cognitivos. Según han ido pasando los años, su mente se ha ido deteriorando más. “Ahora está cada día peor”, asegura su hija. Dori ha presenciado cómo en el último año, el año de la pandemia, su madre ha ido sufriendo un deterioro cognitivo más rápido. También su movilidad se ha ido reduciendo.

Antes caminaba por la casa con muletas, “pero ya ni con el taca-taca. La levanto un poco para sentarla en una silla de ordenador y así la llevo al baño. Cuando más se le ha pronunciado la falta de movilidad ha sido en la pandemia”, dice su hija. También ha ido perdiendo el habla. “Le digo vamos a hablar y me contesta que de qué va a hablar”, lamenta.

La psicóloga de AFFA explica cómo la pandemia ha afectado a estos pacientes tanto a nivel físico como psicológico. “Aunque las familias les hagan ejercicios en casa, no es lo mismo que hacerlos con un fisioterapeuta. El profesional sabe qué ejercicios son los mejores para su patología. Puede que la familia se los haga, con toda la buena voluntad, pero no lo van a poder hacer ni igual ni con la misma frecuencia”, señala. Esta falta de ejercicios ha hecho que algunos enfermos hayan dado pasos atrás en su movilidad, que ya apenas caminen o que necesiten ayuda para levantarse.

A nivel cognitivo, la pandemia se tradujo en un empeoramiento de la memoria, en la orientación y en la capacidad de razonamiento y lógica. “La falta de rutinas y de estimulación ha hecho que, a nivel psicológico, haya habido un empeoramiento. A ellos les vienen bien las rutinas. No saben qué día es de la semana, pero saben que va a venir la chica de la sesión de fisioterapia y les sirve para diferenciar, por ejemplo, los días de la semana de los fines de semana”, explica la psicóloga.

El virus ha hecho que empeoren la memoria y la capacidad de razonamiento

Otro de los males que la pandemia ha traído consigo es el cierre de los centros de mayores para evitar cualquier contagio entre la población más vulnerable al coronavirus. “Mi padre iba todos los días al centro de mayores. Aquello le servía de entretenimiento. Él no ha asumido la edad que tiene y siente que tiene que trabajar como ha hecho toda su vida. Venir al centro le permitía conocer gente, socializarse, hacer actividades o ir a la cafetería a tomarse un café”, cuenta Vladimir García, un venezolano hijo de dos emigrantes gomeros que un día decidieron probar suerte en Venezuela.

Su padre José, de 79 años, lleva dos años viviendo con él en Fuerteventura. A la espera de una valoración del neurólogo, el geriatra ya ha puesto a Vladimir en aviso de que José tiene todos los síntomas del alzhéimer, aunque aún está en la fase inicial de la enfermedad.

Vladimir explica cómo a su padre estar en casa “lo hace sentirse peor, que no sirve para nada. No se relaciona y he notado que ha retrocedido de sus capacidades y en cómo se expresa. No acierta con las palabras que tiene que utilizar cuando habla y ha empezado a olvidar algunos vocablos”.

“A mi padre, le costó entender que tenía que estar confinado. Los primeros meses de confinamiento fueron duros. Decía ‘ya mañana voy al centro de mayores’. Cada cierto tiempo me dice ‘ya el lunes abre el centro de mayores’”, cuenta su hijo.

También asegura que, con la pandemia, lo nota más triste y con menos ganas. Su memoria también ha empeorado: “Se levanta por la mañana y si no le dices que se cambie la ropa no se la cambia. Antes lo hacía y, como tenía que salir, se arreglaba y afeitaba”.

“Me he dado cuenta de que él necesita hacer una rutina, un hábito que había conseguido gracias al centro de mayores. Nos pedía a diario que lo sacáramos de la casa, que lo lleváramos a algún sitio, pero no se podía. Explicárselo y ver que no lo entiende es muy duro. Aún hoy no ha sido vacunado. Es persona de riesgo y no puede estar por ahí”, explica su hijo.

Sin respiro

El cierre de los centros de mayores dejó a los pacientes sin un punto de encuentro donde compartir momentos y actividades. Empezaron entonces a sentirse más apáticos y solos. A las familias y cuidadores sin un punto de respiro. “Los familiares sabían que allí estaban bien y a gusto y a ellos les permitía en ese rato hacer otras cosas”, apunta la psicóloga Yaiza Cabrera.

Esta profesional señala que, a partir de ahí, los familiares pueden desarrollar un sentimiento de culpa: “Se sienten mal porque no quieren ir a cuidarlo y luego mal por no querer ir y eso hace que empiecen a sentirse que son malos hijos, malas personas”.

Vladimir confiesa que resultaba “incómodo” estar todos en la casa, en pleno estado de alarma, y “ponernos a jugar a algo y ver a mi padre apartado en un rincón sin participar. Él lo único que pensaba era en que lo sacaran de la casa y en ir al centro de mayores”.

Los familiares de estos pacientes se quejan de la impotencia que supone tenerlos en casa sin saber cómo poder entretenerlos. “Es duro levantarte por la mañana sin saber qué hacer con él, con el centro de mayores cerrado y teniéndote que ir a trabajar. Y si salgo a algún lado también me siento egoísta por no poder sacarlo”, confiesa. “Hace que me sienta mal porque pienso que tengo que buscarle una actividad para que no esté solo, pero no la hay”, concluye.

La pandemia también ha trastocado a los familiares y cuidadores. Se sienten más responsables aún de la persona que cuidan y aumenta el sentimiento de culpa. “Antes tenían una ayuda y ahora lo tienen que hacer ellos y no saben si lo están haciendo bien. También les ha aumentado el sentimiento de culpa, porque piensan que no están atendiendo debidamente al familiar o a la persona que cuidan”, explica Yaiza Cabrera.

Aunque los cuidadores tengan experiencia, tenían el apoyo de la familia. Los que están internos se han visto ahora que tienen que estar las 24 horas del día los dos solos. “A veces, se pueden poner agresivos por la demencia y el cuidador se ve solo y puede llegar el momento en el que le hable mal o que se haga el sordo cuando lo está llamando y luego surja el sentimiento de culpa”, apunta la psicóloga.

Dori Fabelo, de 55 años, padece depresión desde hace muchos años. “Antes podía salir un poco con mi madre, aunque fuera a comprar. Mi respiro ahora mismo es el supermercado. Es ahí donde mi cabeza se relaja un poco”, confiesa.

También ha aumentado el miedo entre los cuidadores a poder contagiar a su familiar enfermo. “Voy a comprar y llego con la desesperación de quitarme la ropa y asearme por si acaso he contraído el virus y lo puedo contagiar”, confiesa. Dori jamás se lo perdonaría.

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